sábado, 14 de febrero de 2009

LA INTEGRIDAD AFECTIVA Y LAS PAREJAS DE LA NUEVA CULTURA





Querido Leo:
Me gustó mucho el debate, más que tu otro artículo (sobre el tener amantes). Podrías crear foros electrónicos porque es de hecho lo que se generó con tu pregunta.


Por el Padre Alejandro Blanco Araujo


Mi impresión y mi aporte: El punto de partida puesto en la opinión de Bucay es muy débil. Porque la especulación de Bucay es equívoca. Juega con la ambigüedad de la palabra "amante" y eso oscurece en principio la posibilidad de continuar la reflexión al no tener bien delineados los términos de la pregunta. Vos intentas remediar la equivocidad del punto de partida, pero no lo haces suficientemente, a mi gusto.

El "malentendido" con el que juega el psiquiatra es éste: resemantiza el término "amante" dando a entender que significa algo así como “tener alguien a quien amar”, “amar la vida”, “vivir en plenitud el amor”, “amor verdadero” pero deja fluir en el trasfondo sin aclararlo, la carga semántica común entre nosotros: “tener un amante” significa “engañar a alguien”, “mentir”, “infidelidad”. Con esto, Bucay logra el “efecto” buscado: llamar la atención de la gente, “vender” una opinión “transgresora” (por lo menos para el “discurso” instalado en nuestra, generalmente hipócrita, clase media) que, por ser ambigua sirve para que cualquiera encuentre en Bucay, lo que pensaba antes de leer a Bucay.

El problema es ponerse de acuerdo en los términos iniciales de la pregunta: si “tener amante” significa precisamente “infidelidad”, “engaño”, “mentira”, pues bien, hay que pensar entonces, en qué medida podría admitirse el engaño, la infidelidad, la mentira. Cuándo hay una mentira, engaño o infidelidad, formalmente tal.

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El debate se esclarecería un poco, si la pregunta inicial fuera formulada así, por ejemplo: ¿puede admitirse como saludable (ética, recomendable, inevitable, tolerable, etc) la “infidelidad” en la pareja monogámica, o no?

Ante esta pregunta se precisa mucho más el campo de la problemática, se evita el divague ambiguo que es el que provoca Bucay.

Aún así, habría que precisar que se entiende en este contexto, por “infidelidad”.

El “infiel” es una persona que “engaña” a otros, que no es creíble, es incapaz de que otro le tenga “fe”, o sea, no puede creerse en lo que dice o hace. En resumen, el infiel “miente” y formalmente, la mentira es rechazada universalmente.



En general, en toda cultura, cualquiera considera que “mentir” no es saludable ni para sí, ni para otros. Esto es lo que le hace decir a Nora Ecke:

“La validez o la moral con respecto a tener un amante o no, varía con el tiempo, las costumbres y la geografía. Para los inuis, ofrecer la esposa al huésped es señal de hospitalidad y respeto, por ejemplo. Lo que me parece no ético, es el engaño, la falsedad, el ocultamiento o fingimiento, entre las personas involucradas.”

Pienso en este momento en la tríada ética milenaria de origen aymara que recientemente ha sido incorporada a la nueva constitución de Bolivia: “no mientas, no robes, no seas flojo”.

Ahora bien, si la mentira es universalmente vista como desvalor, no obstante, al aplicar la norma a cada cultura, e incluso a cada situación, a menudo la valoración ética de los mismos hechos varía mucho.

“Mentir” está mal, pero contar a los niños la historia de los magos que vienen cada noche de epifanía a dejarle regalos sobre sus zapatos, como es tradición en Occidente, no es “engañarlos”.

Ocultarle a un depresivo algo acerca sus enfermedades, puede ser recomendable en determinadas circunstancias y por tanto, no constituiría formalmente una mentira.

La infidelidad o engaño en la pareja monogámica es un fenómeno que se da en Occidente porque existe previamente como configuración cultural, la pareja monogámica fundada en la fidelidad entre dos personas heterosexuales.[1][1]

Ahora bien, históricamente, la fidelidad conyugal occidental no ha sido llevada siempre de la mano del amor al cónyuge (el buey que va atado al mismo yugo). Esto es, el mantenerse “esposado” es decir, casado, reservando la sexualidad genital exclusivamente al cónyuge y por tanto, fiel, creíble, ha sido provocada en buena medida por la presión social que no admitía en su organización ninguna otra forma más que el matrimonio para organizar, preservar y hacer crecer a la comunidad.

Por eso, la fidelidad era en buena medida, fidelidad a la institución, no tanto a la persona concreta del cónyuge.

Esto se complicaba más aún para la mujer, por tratarse de una cultura patriarcal. La exclusividad de la sexualidad genital le era impuesta sobre todo a la mujer. En una cultura “machista”, la afrenta que vivía el varón si era engañado por su mujer, era socialmente mucho mayor que la que podía padecer la mujer si era engañada por su marido.

La infidelidad del varón era tomada como producto de la necesidad y era tolerada como mal menor. Se constituían de hecho relaciones paralelas que eran “secreto a voces”, tácitamente admitidas por las esposas oficiales.

La fidelidad que se le exigía al varón era sobre todo la “fidelidad institucional”, esto se expresaba en frases tales como: “él tiene varias por ahí, pero a ella la tiene como a una reina…”

El había sido fiel a la institución: había mantenido los requerimientos sociales debidos a su esposa y a sus hijos sin que les faltara nada. Jamás habría pensado en abandonar su rol dispensador. El status de los hijos marcaba claramente esto que es la “fidelidad institucional”: los hijos de su esposa legítima eran “hijos legítimos”. Los otros podían ser “reconocidos” como favor, en el mejor de los casos, debido a la “nobleza” de ese varón, pero siempre llevarían el estigma de “bastardos”.

La fidelidad exigida a la mujer era institucional y personal absolutamente.

La infidelidad de la mujer era aborrecida socialmente (era considerada públicamente una prostituta). La infidelidad del varón era tolerada como un mal menor en función de la salud de la institución matrimonial. Para que todos se “conserven bien”.


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La situación en Occidente varió a partir de que el matrimonio comenzó a ser visto progresivamente como un “asunto de dos” (affaire privée). Entonces el eje fundamental de la fidelidad se desplazó desde la “institución” a la “persona del cónyuge” exclusivamente.

Esto tiene que ver con el concepto de “amor romántico” del que hablaba el artículo de un psicoanalista brasileño que me enviaste hace un tiempito y que me parece de mucho más rigor que lo de Bucay.

Este proceso de transformación del matrimonio en algo mucho más personal, es paralelo al proceso de debilitamiento del matrimonio como institución que da cohesión a la sociedad.

En épocas pasadas, la infidelidad del marido, no llegaba a ser socialmente considerada como “engaño” o “mentira” propiamente, porque era tácitamente aceptada como “mal necesario” en pro de la institución. No existía otra alternativa a la conservación de la institución matrimonial, no porque no hubiera crisis o personas dispuestas a separarse, sino porque no se sobrevivía socialmente (sobre todo una mujer sola) a una disolución institucional por el estilo. El “remedio” era la tolerancia del “pecado” masculino.

La institución matrimonial no estaba pensada para lograr en cada cónyuge una sexualidad integrada, plena; si se daba, era bienvenida, pero como un efecto colateral. El matrimonio era para la procreación y sostén de la sociedad. Si se comportaba como “remedio de la concupiscencia” lo era fundamentalmente para el marido, ya que la mujer frecuentemente, no experimentaba, por diversas razones, una plenitud de su sexualidad en el ámbito matrimonial, aunque no lo confesara nunca de ese modo, y lo exteriorizara buscando compensaciones de diferentes maneras.

A la pregunta sobre si es ética o conveniente la infidelidad en la pareja, en el pasado, en el ámbito de lo público, se hubiera respondido explícitamente que no, siendo la causa más profunda la voluntad de preservar la institución matrimonial. Pero la infidelidad matrimonial del varón era tácitamente aceptada y tolerada (y sufrida por la mujer) en el ámbito de lo privado, tal como se ha dicho.

Las condiciones para responder a tal pregunta, hoy han variado considerablemente, con relación al ayer descripto.

Al ser reconfigurada la relación de una pareja heterosexual como un “asunto de dos”, lo que se puso de primer relieve, es el amor, el sentimiento, de esas dos personas que conviven e interactúan, buscando en ello una fuente importante de felicidad para ambos.

En esta configuración de pareja, el enamoramiento, el sentimiento, y aún, el amor oblativo, maduro, es algo referido directamente a una persona, no ya a una institución o a la sociedad que le encomendó esta tarea al joven que contrae matrimonio (entiéndase el clan que delegó en el esposo la responsabilidad de preservar con su matrimonio la gran familia, el apellido)

Por eso, la fidelidad es ahora, en primer lugar, (y a veces exclusivamente) a la persona. Y las infidelidades son consecuentemente también personales. Hoy día, en que existen otras alternativas a permanecer en convivencia con una pareja, una infidelidad es dirigida directamente a la persona.

La infidelidad hoy es un asunto tan personal como el amor de la pareja.


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En el pasado, las irremediables infidelidades del varón no llegaban a ser “infidelidad a la institución” pues la preservaban antes que deterioraban, permitiéndole al varón mantenerse satisfecho con su familia, auxiliado por sus amoríos extramatrimoniales. Se trataba de un “engaño consentido”, con casi nada de “vicio” y mucho de “necesidad”. Una vez más recurro a la reflexión de Nora Ecke:

En algunas culturas centroeuropeas, él o la amante, era una institución que a nadie mal hacía, y que muchas veces pasaba a constituir un socio de a tres muy bienvenido.

Hubo, sin embargo, ciertas formas de “infidelidad” que a pesar de atentar contra la institución, resultaron simpáticas. Ellas poblaron los dramas clásicos desde Shakespeare en adelante, las novelas románticas y más tarde, los libretos cinematográficos. Esto fue produciéndose en la medida en que el “amor romántico” ganó terreno en la sociedad, convirtiendo la convivencia de dos personas heterosexuales, de un asunto público a uno privado.

Sin embargo, todas estas infidelidades “de novela” no fueron tenidas en el fondo como un desvalor, o sea como un “engaño” formalmente rechazable, sino que eran, para el imaginario colectivo, infidelidades “justas” que se rebelaban contra instituciones injustas. Es el caso típico del amor de la princesa por el plebeyo, obligada a casarse con el rey perverso a pesar de no sentir amor por él. O la del joven obligado a casarse con la hija de tal o cual familia, a la que no ama, sin jamás poder hacerlo con la de tal otra, a la que no obstante personalmente amaba intensamente (Montescos y Capuletos). Esta construcción literaria se repite infinidad de veces en las historias y cuentos populares.

El “amor prohibido” era lo más humano, lo más sano, frente a la imposición de una institución injusta, que el dictamen social lograba imponer de todas formas.

De todas formas, las “infidelidades de novela”, nunca fueron de tipo “personal” pues, la persona destinada al matrimonio, desde el principio no amaba a aquella otra con la que el dictamen social imponía que debía casarse. Eran más bien “infidelidades institucionales” respecto de una institución que se develaba como injusta.


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La variación de las condiciones culturales por las que, la convivencia de dos personas heterosexuales se convirtió en un asunto personal, produce, por lo menos, dos consecuencias evidentes en el ámbito de la infidelidad:

1. Al no obrar presiones vinculadas a la institución matrimonial, la infidelidad obedece generalmente a causas enraizadas exclusivamente en lo personal, en el comportamiento y personalidad psíquica de ambos miembros de la pareja (con su historia, con sus inhibiciones, complejos, herencias familiares, etc). Tal infidelidad ya no podría justificarse como “mal necesario” dado que el varón no se sostendría emocionalmente sin el complemento de una amante y no sostendría consecuentemente a su familia y a su esposa legítima. Tampoco puede pensarse ya, una infidelidad como justa pues alguien fue llevado violentamente a la convivencia por el entorno social. Al caer las presiones sociales, lo que queda son causas personales que puedan provocar una infidelidad.

2. Al ser así, la sanción ética colectiva sobre la “infidelidad personal” es más severa; aparece como un vulgar engaño, y se vuelve más difícil poder aceptarla en algún caso como valor, como pasaba con la “infidelidad institucional” motivada por una norma injusta.

Vuelve a ser necesario aclarar aquí de qué se trata cuando se habla de “infidelidad personal”.

Más allá de hacer aquí una apreciación ética de esto, es una verdad de facto que el proceso de liberación de la sexualidad que se vivió sobre todo en el transcurso del siglo XX, deja como consecuencia una cultura donde la persona, puede elegir cómo vivir su sexualidad sin que la sociedad pueda impedírselo. La primera decisión es con relación al carácter hetero u homo de su orientación sexual. La segunda es, si decide vivir la sexualidad en el ámbito de una pareja heterosexual poligámica-poliándrica, o si por el contrario, decide vivirla sin el compromiso personal establecido con otro, de conservar una pareja estable.

La “infidelidad” en este contexto cultural, debe entenderse, no como la decisión de una sexualidad sin compromiso de pareja estable, lo que socialmente es de facto admitido, sino simplemente como el “engaño” ejercido a la persona con la cual se pactó personalmente reservar la sexualidad al ámbito de esa relación privada.

Nadie obliga a nadie a convivir y reservar la vida sexual a la relación íntima con tal o cual persona. Puede escogerse vivir una sexualidad abierta. Los acuerdos son personales y privados. Se establecen y pueden romperse. En este contexto de liberalidad, el “engaño” o “infidelidad” es la violación a escondidas de un acuerdo entre dos que podría terminarse porque nada presiona para seguir sino es la voluntad de las partes de la pareja. Sin embargo, no se decidió vivir una sexualidad sin compromiso de pareja, se podría haber hablado esto, decidido esto, sin embargo no fue lo que se pactó, no se habló esto, sino que se pactó lo otro y se violó secretamente ese acuerdo explícito de una sexualidad reservada a la pareja. De este modo, la infidelidad se muestra como una simple “mentira”.

En el ámbito cultural de hoy donde muchas personas, sobre todo los jóvenes, viven una sexualidad abierta y no atada a una pareja estable (poligamia – poliandría a la manera occidental) el hecho de “mentir” al decirle a una persona que se reserva a ella la sexualidad y sin embargo, no se cumple con esto en la práctica, obedece probablemente al lastre de prejuicios que lleva la generación adulta, como herencia de la antigua configuración cultural.

No se puede “mentir” a la pareja en un contexto tan liberalizado, si no se lleva aún en uno u otro miembro de ella, el dictamen social que impone vivir en una pareja monogámica-monoándrica.

Consecuentemente, muchos mienten, y no blanquean con sus parejas una relación sexual paralela porque saben que ésta no admitiría otra forma que la monogamia – monoandría. Hay quienes dicen que sí, a una vida monógama pero sólo para mantener una relación con quién nunca admitiría una sexualidad abierta a otros que no sean, la pareja. Aquellas personas, en lo íntimo, no están decididas a vivir de tal manera y, de hecho, no lo harán, sino que, simplemente, “mentirán” a sus parejas para conservarlas.


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En todo caso, las razones de una infidelidad serán siempre personales, en este contexto cultural, por lo que se requeriría un esfuerzo de autoconocimiento, terapia personal y de pareja cuando sea la situación.

Me parece sumamente ilustrativo cómo Diego Cristóforo describe las causas de la infidelidad, donde se ve claramente el carácter “personal” de tales:

No sabría cómo responder, si es ético o no, pero podría contarte que no siempre fui tan fiel, y que en esas veces los gatillos que me llevaban a hacer esas cosas eran diferentes. Si, a veces era el hecho de encontrar aquello que en nuestra pareja no encontrábamos, a veces era el solo hecho de experimentar en otro cuerpo. Otras era incrementar el cálido brillo de un ego in crescendo, a veces simplemente por no quedar como un "tonto" delante de la mujer que parecía acosarnos.

No sé, también creo en el hecho -y me ocurrió- de que ser infiel, me hizo ver en la persona a la cual estaba engañando, eso que yo siempre busque. Claro, por comparativa. Después de eso conviví cinco años y la lloré mucho cuando se le acabo el amor.

También lo que dice María Laura Belderrain:

Nuestra pareja es un espejo de nosotros. La insatisfacción que encuentro en ella, es una insatisfacción personal, cuando busco algo afuera (ya sea sexual o emocional) estoy buscando un encuentro conmigo mismo…

El aporte de Marta Pascuali apunta a una sexualidad que no se reserva exclusivamente según lo convenido con la pareja, pero que tiene raíces en insatisfacciones personales que van más allá de la sexualidad:

“No sé si ser amante es solo una cuestión sexual o responde a otra fantasía y realidad. Si fuera sólo sexual, tal vez sería más aséptico pagar a una profesional para ello.”

Es evidente que, en la mayoría de los casos, la infidelidad en una pareja de hoy, es emergente de factores personales que están fallando en la relación, previos a tal desencadenamiento.

La falla ameritaría una atención especial. El desenlace final podría ser una separación o una recomposición de la relación. Pero el “engaño” no sería socialmente admisible si permanece como tal y se persiste en el ocultamiento a la pareja.

En este contexto cultural, la infidelidad es el síntoma de una anomalía en la pareja que decidió libremente, vivir su sexualidad restringida a su intimidad, en ningún caso, una virtud.

Si se elije vivir una sexualidad abierta que sea pues, sin engaño de nadie que haya elegido vivir con uno lo contrario.


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Por último, a los consejos que volcás al final del artículo (que reúne todas las intervenciones del debate) yo los dejaría como artículo aparte, porque son muy interesantes para poner en práctica, pero valdría la pena encontrarse con ellos directamente, sin pasar por una especulación tan extensa, digna del banquete platónico, acerca de la legitimidad de ser o tener amantes.

De nuevo, un abrazo.

Padre Alejandro Blanco Araujo
Exdirector de menores de la Pcia de Bs As

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